No hay término más resbaladizo en la política mexicana que la impunidad.
Todo mundo habla de ella, todo mundo la denuncia y desprecia y todo mundo la reprueba. Ese discurso se ha vuelto un componente connatural de la retórica política actual. Políticos, funcionarios, académicos, empresarios y ciudadanos, todos participan en el ritual de denunciar la impunidad. El problema es que nadie quiere acabar con ella.
La impunidad es una realidad en el país. No hay ámbito, ni el más recóndito, de la vida en el que la impunidad no sea factor determinante y decisivo. En cierta forma, a todo mundo le conviene su propia impunidad, lo que hace muy difícil erradicarla. Desde luego, todo mundo quiere acabar con la impunidad, pero la impunidad de los otros, no la propia. Esto lleva a que lo que para unos es sancionable y vergonzante, para otros sea absolutamente aceptable, cuando en ambos casos se trata de impunidad flagrante. Y este círculo vicioso quizá explica la razón por la cual la impunidad es endémica.
La impunidad está en todas partes. No hay ámbito de la vida nacional en el que la impunidad no juegue un papel estelar. Los ejemplos son vastos y seguramente insuficientes porque literalmente no hay espacio en el que ésta no sea un factor y, en algunos casos, como el sindical, está abiertamente protegida por la ley a través de la autonomía.
Aunque hay diferencias fundamentales en las características particulares de cada tipo de impunidad, el hecho de la impunidad es ubicuo. Al menos en concepto, no hay diferencia entre la "riqueza inexplicable" de un ex gobernador y el que un ciudadano común y corriente juegue a la corrupción con un policía o un agente de tránsito. El hecho de la corrupción, y por lo tanto de la impunidad resultante, es idéntico. Tan impune queda el acto de poseer bienes comprados con fondos de dudoso origen o legalidad como el de, gracias a una mordida, pasarse un alto y no pagar la multa correspondiente.
Aunque no sean exhaustivos, diversos ejemplos de impunidad nos dicen mucho. Para ningún mexicano es noticia que muchos políticos y funcionarios aspiren a vivir del erario y a enriquecerse como resultado. Los dichos al respecto son elocuentes: "no me des, sólo ponme donde hay", "le hizo justicia la revolución", "un político pobre es un pobre político", "que se haga justicia en los bueyes de mi compadre"… Por refranes no paramos, pero la historia que estos nos relatan es sugerente: todo mundo reconoce que hay corrupción e impunidad pero, en lugar de reprobarla, se le confiere legitimidad porque, en alguna forma, todo mundo es parte de ella o aspira a serlo. La escala y montos de la corrupción de un gobernador o líder sindical pueden ser incomprensibles para el mexicano común y corriente, pero la mayoría quisiera estar ahí. JAV
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